Epílogo
La
presente obra tiene como objetivo demostrar que muchas de las personas privadas
de libertad no son inherentemente maliciosas ni perversas. Más bien, a menudo
son el resultado de entornos de crianza inadecuados, violentos o negligentes.
Es evidente que los traumas no tratados de la infancia y la adolescencia pueden
cristalizar en trastornos de conducta, enfermedades mentales o profundas
heridas emocionales que predisponen a las personas a entrar en conflicto con la
ley.
Reconocer
la existencia de los trastornos mentales y comprender su naturaleza involuntaria
es fundamental para una gestión más humana y eficaz de los centros
penitenciarios. Toda persona encarcelada carga con una historia marcada por el
dolor, el abandono, la incomprensión o el abuso.
La
necesidad de tratamiento psicológico, apoyo emocional y formación educativa en
los centros penitenciarios no es un lujo ni una opción, sino una necesidad. Una
institución que busca no solo castigar, sino también rehabilitar, debe contar
con profesionales de la salud mental, programas de formación y espacios para la
sanación emocional. Solo trabajando las causas que llevaron a las personas al
encarcelamiento, más allá de los actos inmediatos cometidos, podemos aspirar a
una verdadera reintegración social, reduciendo las altas tasas de reincidencia
y transformando el dolor en oportunidades de crecimiento.
La
atención psicológica, la empatía, la protección, la educación y la
responsabilidad son pilares indispensables para construir una nueva vida para quienes,
debido a las heridas del pasado, terminaron en prisión.
El
verdadero éxito de una sociedad no se mide por el número de cárceles, sino por
su capacidad para sanar a sus ciudadanos más heridos.